Algunas realistas, otras más, mágicas, pero ahora resulta que
todo el mundo tiene una anécdota con García Márquez. Vamos, que hasta Vargas
Llosa.
Si no mal recuerdo en el otoño de 1994 un profe de matemáticas
de la Facultad de Ciencias de la UNAM ganó el Premio Universidad Nacional para
Jóvenes Investigadores, algo así
como el Valores
Juveniles, pero del mundo académico, lo cual no le dirá nada a
usted cándido lector de este desalmado blog, salvo la otoñal edad de este
patriarcal bloguero.
Digamos que se trata de una especie de Pequeños Gigantes de la
investigación, pero que a nadie le importa y con un premio bastante más
modesto. A pesar de ello, y de que juvenil, juvenil ya no era, el buen
profe tuvo a bien invitar a
sus compañeritos del Consejo Técnico de la Facultad
a cenar a un bello restaurante frecuentado por la izquierda latinoamericana y
con precios dignos de la ultraderecha.
Esto viene a cuento, peregrino lector, lectora, porque en esas
épocas este humilde bloguero era parte de ese Consejo como representante de los
alumnos de la Facultad. Yo, por mi parte me hubiera conformado con ir al Kentoky
fray Chiken, pero dada la insistencia de nuestro anfitrión, pues el pobre
Coronel Sanders no tuvo quien le escribiera una orden de receta secreta.
Total que llegué al restaurante donde la
hosstess apunto estuvo de decirnos a mi
compañera y a mí que no se permitían vendedores
ambulantes. Me sentí tan
avergonzado que estuve a punto de decir, sólo vine a hablar por teléfono. Por
fortuna providencialmente apareció el director de la Facultad, por lo qué el
paso franco a la mesa fue directo, es decir, franco. El tapiz de las paredes
del pequeño pasillo y las
escaleras hacia el segundo piso se encontraban
tapizados a su vez de fotos de comensales
anónimos para mí, pero con expresión
de estar recibiendo el Nobel de la Paz, o ya de
perdida un MTV Latino.
El segundo piso me pareció amplio, y salvo nuestra mesa, solo
había otra ocupada, al fondo, por un par de tipos en una esquina. El director
nos abandonó para ir a la mesa a saludar a aquellos entusiastas del aislamiento.
La nuestra era más grande (la mesa). Mi compañera y yo éramos los últimos
en arribar. Mi bendita manía de contar me hizo darme cuenta que al menos no
seríamos diecisiete ingleses envenenados en caso de intoxicación. Recuerdo que
la carta de alimentos, el menú, lo miraba de un lado a otro, como un pug en una pelea entre Joe Louis y Jersey Joe Walcott. Me quedé con ojos de
perro azul, sin saber que ordenar.
Recuerdo que pedí algo de nombre más o menos
impronunciable,
pero que se escuchaba de índole igualmente intelectual, principal criterio
culinario en un restaurante de izquierda. Y
de hecho fue intelecto lo que me
faltó para preguntar qué rayos me iba a comer pues minutos después llegó lo que
parecía media pierna de oso servida en banquete medieval bajo la carpa de un circo a mitad del desierto.
Sin embargo la pena se diluyó rápidamente cuando fue evidente
que el resto de estudiantes invitados igualmente habían pedido las cosas más
extravagantes, caras e
impronunciables que pudieron. Eso sí, como un acto de
respeto al que iba a pagar, nos acabamos
todito lo que nos tocó, salvo una
compañera que pidió para llevar media docena de
camarones gigantes que ya no
le cupieron y ante los ojotes del mesero que por poco le
pregunta si quería
salsa verde o roja.
Total que cuando el postre llega se acercan los dos tipos que se
encontraban en la mesa del
fondo y se despiden del director de la Facultad
sentado a mi izquierda. De inmediato me levanté cortésmente a estrechar la mano
de los que llegaban, lo que me permitió mirar
de frente al más viejo y
reconocer algo en él.
Con mi característica agilidad mental
comencé a repasar
imágenes que me dieran una pista de a quién demonios le sonreía y
estrechaba
la mano con mis dedos ligeramente humectados con grasa de oso.
Primero pensé en Omar Sharif, luego pensé en el vocalista de
Café Tacuba, y en un instante de clarividencia en Gabriel Quadri.
En esas
estaba, sin
entender bien a bien lo que pasaba, cuando aparece uno de los
meseros con una
cámara y nos dice, foto, foto… Así que, cual Arabela, de
inmediato cambiamos de
posición y miramos a la cámara, abrazo de por medio, sonrisa
deslumbrante, como si fuéramos los grandes cuates de mil parrandas. Finalmente
el dúo visitante se retiró, por lo que, ya con las
manos más limpias,
volví a concentrarme en lo que fuera que se encontrara en mi plato. Sin
embargo fue solo para enterarme que el tipo al que le dejé el
chaleco con aroma de
suadero era …Gabriel García Márquez!!! Así es laberíntico
y generalista lector, lectora.
El otro sujeto, quien tuvo la higiénica suerte
de saludarme
después de Gabo (la salsa de por medio me da la confianza de llamarle así), fue
Werner Herzog, el director de cine.
Literalmente me quedé con ojos de perro azul. En especial
porque era jueves, y en el Cine Club de la Facultad de Ciencias se proyectaba
“El tambor de hojalata.” Vamos, que la impresión fue tan grande estuve a
punto de que se me atragantara una hoja de alcachofa y convertirme en el
ahogado menos bello del mundo. Por fortuna, fue solo uno de esos espantos de
agosto.
Más o menos un mes después, una investigadora del Instituto de
Fisiología Celular de la UNAM me
dijo que en el mismo pasillito del restaurante
se encontraba una foto en la que tres tipos
tenían cara de estar recibiendo,
cuando menos, el premio Tv y Novelas.