Conocí a
Marcelino Perelló en los prolegómenos de la celebración del V Centenario del
Descubrimiento de América. La primera vez lo miré al girar en una esquina de la
Facultad de Ciencias de la UNAM, acercándose a mí sobre un pasillo casi tal
largo como él. Tal como lo habían descrito. Enorme de estatura, cabello tan extenso
como desaliñado y una evidente complejidad para andar sin casi doblar una
rodilla. -Tú eres Marcelino, le pregunté afirmando. -Tú has de ser el nuevo
Consejero Estudiante, -respondió en la primera de muchas réplicas especulares
que tendríamos por años. Recién me habían elegido como representante
estudiantil en la Facultad y él aún andaba asentándose como director editorial
de la misma. La noche anterior a ese encuentro escribí en mi Olivetti
anaranjada, la Mac de la época, un
texto en contra de las celebraciones irreflexivas de la llegada de Colón a
estas tierras, y busqué
fotocopiarlo en la Facultad. El director de entonces, Rafael Pérez Pascual, vio
mi texto, hizo una mueca y me envió con Marcelino. Marcelino vio mi texto, hizo
una mueca, pero ya no tenía con quién enviarme. Así que dijo, sígueme; y bajamos a ese inframundo de tintas
y tipos y galeras que eran los Servicios
Editoriales en un sótano de la Facultad. El taller era un mundo oculto a los
laboratorios, bibliotecas y pizarrones de pared a pared; de los auditorios con
nombre de próceres científicos que hacían imaginar un síndrome genético. La
cadencia de las imprentas y de las cumbias daba ritmo a la labor de los
trabajadores. Unas veladoras y
series de foquitos daban algo de divinidad a un póster de Gloria Trevi en
diminuta vestimenta.
Marcelino se
sentó frente a la computadora y corrió el Word Prefect que oscilaba entre la
pantalla verde de comandos y la entonces sorprendente visualización previa a la
impresión que se desplegaba lentamente, como telón de ópera. Era el inicio de
los noventa.
Me gusta tu
texto, -dijo. Tantos años de estudiante me hacían prever que no venía nada
bueno tras esa frase. Le faltan algunas tildes y hay que pulir párrafos,
-siguió. Está bien, dije. Comenzó a trascribirlo en voz alta para que yo escuchara
los cambios que hacía. Cinco líneas después el texto estaba a punto de
proclamar la independencia de Cataluña, de Euskadi y de Ceuta y Melilla. Le
dije que detuviera su entusiasmo antes de que fuera a incluir al Tibet y a
Yucatán.
Pero es que eso
es lo que está pasado, -me dijo volteando hacia mí. -Pero no es eso lo que
quiero decir y el texto es mío. Un par de segundos y dijo, está bien, tienes razón. Tal vez fue la única vez que
le gané un argumento.
Desde entonces
disentimos con entusiasmo uno del otro en casi todo, casi siempre. Le conocí
discutiendo y le despedí discutiendo. Aún quedaba lejos la estupidez de respetar
y querer solo al que piensa idéntico a uno. Perennemente generoso, lúdico,
pendular entre la altisonancia y la exquisitez lingüística; risueño, provocador
y solidario, sus cualidades intelectuales y bonhomía solo se comparaban a su
autoexigencia en lo profesional y laboral.
Alguna vez caminábamos
hacia el viejo auditorio de la facultad y de frente a nosotros pasó veloz,
ligera y con falda y blusa vaporosas Ana Barahona. Nos regaló media sonrisa y
un hola que respondimos con un coral, holaaaaaa, al que agregamos un silencio
con mirada al infinito. Confieso que fui yo quien lo rompió diciendo lo
evidente. -Qué bien se veía Ana con esa blusa. Y Marcelino dijo sin mirarme, -Ana
se vería bien hasta con una armadura medieval. A riesgo de recibir reclamos del
pasado, diré que es un halago que me robé y de cuya efectividad puedo dar fe.
Aquel viejo
auditorio que abrazó mucho cine y poesía de la mano y ocurrencias de Marcelino.
En buena medida, en gran medida, el resurgimiento del Cine Club Ciencias se le
debe a Marcelí. Un cineclub que fue fundamental para el renacimiento de la
industria del cine en México que languidecía entre ficheras, albures y
directores becados y petulantes. En alguna proyección de aquellas raras con las
que llenábamos el auditorio miré la silueta de los ahora académicos Daniel Mesiner-Busch
y Leopoldo Morales- López. Un diálogo en hebreo,
y Leo molesta a Daniel preguntando qué dicen, a sabiendas de que sería imposible
una respuesta. Luego llega una referencia a alguna lengua indígena y Daniel
revira con la misma pregunta e intención. De las penumbras surge el largo contorno
de Marcelino con un, -shhhhh ¡Cállense cabrones!.
Parecía chiste.
Un judío, un mixteco y un catalán; todos mexicanos. De esos chistes que dicen
ya no se pueden contar porque sería antisemita, racista y separatista. Pero ahí
estaba yo, de familia evangélica y norteña, testificando todas las diferencias que nos unían. Porque aunque amante
belicoso de sus dos patrias, era generoso con la otredad; recibía como familia
a cualquiera que lo necesitara, en especial a los más jóvenes para quienes
fue en muchos casos inspirador; el aliento y el peso paternal que en esta
patria se ausenta con lamentable frecuencia.
Mientras hacía
tomas de la preparación de unos de los maratones de 24 horas de cine, el ahora
director Rodrigo Ordóñez y nuestro entrañable y finado amigo el Burger se
toparon con Marcelí y le pidieron una cuantas palabras. “Perro. Árbol. Casa. Muchas
gracias” espetó mirando directo y sin parpadear a la lente de aquella Sony Hi8
que nos parecía tan asombrosa.
Cuando Marcelino
propuso hacer un ciclo sobre
directoras mexicanas de cine insistió en que no debería faltar ninguna.
No solo Landeta, Novaro o Bussi, sino la más exitosa de todas, la India María.
Y la India María fue a Ciencias. Tampoco es que fuera el personaje más extraño
que Marcelino llevara a la UNAM. Su entusiasmo por la vida se volvió popular
mucho antes que su liderazgo en movimiento del 68 al llevar a Yuri Gagarin a la
Facultad de Ciencias. Ese movimiento en el que lo encasillan y denuestan y del
que fue un hito y a la postre dejó otro en esta ciudad. Literalmente. Marcelino
y varios de sus cercanos camaradas de “Y la nave va”, decidieron conmemorar los
40 años de la primera marcha del movimiento con un símbolo concreto, o mejor
dicho, pétreo. Una roca de basalto
del pedregal de San Ángel en la esquina de Felix Cuevas e Insurgentes con una
inscripción de la pluma de Marcelí. “Brazo con brazo, estudiantes y maestros de
todo México protagonizaron ese día la primera manifestación del movimiento
estudiantil del 1968 en defensa de la libertad y de la dignidad nacional.”
Muchos que la leen no imaginan quién es el autor. Me pasó igual con otros
textos. Años después de conocerlo también supe que lo había leído en
publicaciones del CONACYT y algunos diarios. Mejor suerte tuvieron quienes
abrevan del psicoanálisis y conocen varias de las traducciones de Marcelino
gracias a la más de media docena de idiomas que dominaba con tersura.
Por alguna extraña razón mi madre y Marcelino se cayeron bien. Mi madre no
era de invitar a mucha gente a casa pero Marcelino y alguna vez su maravillosa
hermana Mercé, no solo cenaron con nosotros sino que obtuvieron sin ninguna
dilación el privilegio de fumar en casa. Y Marcelino moderó bastante su florida
lengua. El matriarcado siempre gana. Y con su sola presencia. Ya en su agonía,
mi madre preguntó por Marcelino. -¿Tenía una hermana? –Sí, Mercedes. –Mercedes.
La última vez que charlé con Marcelino, preguntó por mi madre. -¿Ya murió? ya
murió, Marcelino.
Creo que se conocieron cuando mi progenitora tuvo la ocurrencia de ir a
visitarme en el estad de orientación vocacional que montamos Marcelino y una
pipiolera de chamacos futuros científicos. De regreso en el destartalado vocho
de Marcelí y con mi madre de copiloto, iniciamos una discusión sobre cómo los
alemanes con semejantes tallas diseñaron un auto tan diminuto. De inmediato Marcelí
replicó que en realidad era muy cómodo. Claro que los cinco estudiantes
amalgamados en el asiento trasero, como momias quechuas, y a punto de fusionar
nuestros sistemas circulatorios, no pensábamos lo mismo.
Por todo esto lamento
que mis adophijos no le conocieran; que no te conocieran, que no se asustaran
ante tu enorme silueta y se extrañaran de tu sonora risa, como seguro hicieron
lo chicos de los Niños cantores de Chalco a quienes tanto apoyaste. Aunque lo
negaras se te daban los niños. La prueba es la excelente pediatra y madre en
que tu adorada hija se ha convertido. Una pequeña a la que por algún tiempo
debiste criar solo en el destierro y con lo exiguo del salario de maestro. En
términos de la obsesión por las etiquetas, por la taxonomía social de esta
ofendida posmodernidad, fuiste un profesor de matemáticas, exiliado político,
padre soltero y discapacitado. Claro que te encontrabas lejos de la
condescendencia que se busca con ellas.
Mucho más lejos
que tu hija, querido Marcelino, quien atravesó el Atlántico para darte un
último adiós. Como todas las mujeres que te admiraron y te amaron, que te
despidieron en tu tumultuoso sepelio cruzando también mares enteros. La última
vez que nos vimos nos encontramos en una librería semanas antes de tu muerte.
Te quejabas que la jovencísima dependienta no había escuchado el título de
Filosofía de tocador. Trabajar en una librería ya da lo mismo que cualquier
otro lugar, coincidimos. Aunque claro, al menos esta se salvó de uno de los
autores más sobrevaluados de la historia, dije a sabiendas de lo que vendría. Y
empezamos a dirimir la valía de los textos del marquesito. Difícil adivinar que
sería nuestra disputa final. Me invitaste a leer un texto en tu programa en
unos días y yo mal dije, y ahora
maldigo, que preferiría a fines del verano. Ese verano que ya no terminó para
ti. Una joven y nínfula periodista me avisó de tu muerte una mañana. Vi su
número y mi corazón ardió. Escuché la noticia de sus labios y me heló el alma.
Horas antes le había hablado de ti, pues apenas reconocía tu nombre. Seguro te
habría encantado eso. El Eros y tánatos en una misma llamada. Por supuesto ella
era el Eros. Ahora sí te fuiste, no como la leyenda de los ochenta de que
rondaba tu fantasma en silla de ruedas por los pasillos de la torre de Ciencias.
Como si los fantasmas necesitaran silla de ruedas. Como si tu espíritu la
hubiera necesitado alguna vez. Ahora sí te fuiste. Gracias por todo querido
amigo. Buen viaje. Y la nave va. Querido Marcelí.