Recién llegada la primavera de 1721, Bach, Johan Sebastian, se encontraba atareado en la revisión de los últimos detalles de los que inicialmente se llamaran Six Concerts à plusieurs instruments, y que tantito después se convirtieran en Los conciertos de Brandenburgo BWV. Al mismo tiempo, muy lejos de Brandenburgo y sus notas barrocas, en Boston una casa era grafiteada y atacada con bombas que aún no se llamaban Molotov pero que igual quemaban. Esa casa era la de Cotton Mather, clérigo e historiador natural que dio valor al dicho de un esclavo africano sobre que en su aldea de origen, ante el peligro de una epidemia de viruela, se inoculaba a la población sana dejando caer diminutas gotitas de pus en raspones hechos para tal fin. Mather escribió un breve tratado sobre la enfermedad y propuso el empleo de las inoculaciones como forma de prevención dada la solidez de los datos que recopiló. Y es que contrario a lo que se piensa comúnmente, las poblaciones europeas en América eran asoladas por la viruela con igual fuerza que las nativas. El aislamiento de muchas de las misiones y colonias durante décadas las hacia perfecta presa de las nuevas cepas que surgían entre la población indígena. Con todo y todo el prestigio del pobre Mather decayó a niveles que harían ver al Dr. Abel Cruz y sus licuados de mamey con apio para la próstata como un premio Nobel. Sin embargo un médico llamado Zabdiel Bylston antes que reír (o después, tal vez) con la masa, leyó y releyó los reportes hasta que decidió inocular a su propio hijo ante la inminencia de una nueva epidemia. Los grafitis aparecieron pero su hijo se salvó al igual que la mayoría de los 286 bostonianos que se hicieron vacunar, entre los cuales la mortandad fue de apenas 2% al contrario del 35 % entre el resto de la población. Desde entonces el camino ha sido largo, sólo en el siglo XX murieron cerca de 500 millones de personas por viruela, No deja de ser interesante que el tipo de población que intentó quemar las casas de Mather y Bylston fuera similar al que unas décadas antes llevara a la pira cerca de 200 personas de la región por practicar brujería. Sin embargo la oscuridad de las mentes es bastante persistente. El miedo a las vacunas ha resurgido en los últimos 15 años. La polio fue el primer aviso cuando por Internet, fruto de la razón y con frecuencia instrumento de la ignorancia, se extendió la idea de que la vacuna contra la polio causaba autismo y cáncer. No es de extrañar que la vacuna contra la AH1N1 fuera recibida con recelo en México, especialmente en poblaciones con un perfil de cultura científica parecido al de los quemadores de brujas de Salem, es decir los diputados y senadores. Y sólo para que Labastida no me vaya a reclamar que le dije mariquita por no ponerse la vacuna, mejor hablo del dipupunk Cristian Vargas. Si, el mismo que era porro, que rompió una ventana a sillazos (estilo AAA), aventó una bici en la sede parlamentaria, y que dice que para eso tiene fuero, ese. Ese no se puso la vacuna porque era una farza y ahora tiene neumonía. Dicen que no fue A H1N1, que es pura casualidad que un hombre joven, de 90 kilos, perfectamente sano esté en terapia intensiva, inconsiente y con respirador artificial por un resfriadito. Dado que es posible y probable le creeremos a la gente de prensa de la Asamblea Legislativa del DF, en un acto de buena voluntad intelectual. Todo indica que la ciencia médica, esa que desprecia y no entiende, le ayudará a recuperarse; esperemos que así sea, que se recupere, y se de cuenta que en lugar intercambiar botellas, papelitos con saliva y bicicletas voladoras en el parlamento, debe intercambiar ideas y razones. Y es que de momento, los diputados están tan lejos de la belleza e inteligencia de Bach como los bostonianos quema casas del siglo XVIII
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